EL ÁRBOL DEL AMOR
Hace muchísimos años, tantos que ya no hay nadie vivo para contarlo, vivía en un pequeño y verde valle alejado de Hualqui una hermosa indiecita llamada Aimey. Todo comenzó cuando las hojas comenzaban a caer mansamente a finales del verano y la atractiva muchacha ayudaba a su padre a recoger las primeras uvas de la temporada:
- Hija - le dijo su padre uno de esos días - Mañana iremos a Hualqui porque necesito que me ayudes a vender las pieles de conejo que guardo tras la casa.
Aimey asintió de inmediato pues siempre gustaba acompañar a su padre en todos sus quehaceres.
Al día siguiente, cuando apenas despuntaba el alba, iniciaron el largo camino hacia el pueblo. La venta de las pieles fue buena, y entre el ruido del pequeño mercado que se había improvisado a lo largo de una calle polvorienta, la niña indígena iba y venía disfrutando de la libertad que le daban sus juveniles años. Pero al final del día, y cuando todos se preparaban para el regreso a casa, Aimey divisó entre la multitud a un joven esbelto y moreno que le llamó la atención. Sin darse cuenta quedó embelesada frente a los intensos ojos de aquel muchacho que también le respondía la mirada con infinita ternura. El amor no tardó en llegar atrapando los dos corazones que comenzaron a unirse a la distancia. El tiempo y la lejanía no fueron obstáculo para volver a encontrarse todas las veces que fuese posible, ya sea en el campo o cada vez que viajaban al pueblo con su padre a vender sus cosechas. El cariño que sentían iba creciendo con la misma fuerza que crecía el viento otoñal. Sin embargo, la madre de Aimey se opuso tenazmente al romance cuando se enteró de lo que sucedía, aduciendo la escasa edad de su hija y la pobreza del pretendiente.
- ¡ No posee ovejas, ni tierras ! - exclamaba, a pesar de la insistencia de Aimey por hacer valer más el amor que las cosas materiales.
Sin embargo, la hermosa indiecita no hizo caso a las advertencias y continuó juntándose con el joven muchacho. La madre, enterada de aquello, buscó a una viejecilla a objeto de eliminar al pretendiente. Sin duda que lo logró, tal vez de qué forma y a través de qué hechizo, más el amado joven de tez morena jamás regresó. Aimey, desconsolada, intentó persuadir a la viejecilla, pero pronto se dio cuenta que el hechizo era irreversible y que nunca más volvería a ver a su amado. La viejecilla, al ver el llanto desconsolado de la pequeña Aimey, le dijo que la única forma de encontrarse con su amado era a través de un pacto con el dios del mal, es decir, el Diablo.
Una noche de San Juan, día preciso según lo aconsejó la viejecilla, y a orillas de un río, Aimey tuvo su primera conversación con el rey de las tinieblas. Las carcajadas retumbaron entre los cerros cuando la indiecita comenzó a relatarle su problema, y tan pronto hubo callado prosiguió escuchándola.
- Mírame- le dijo Aimey - Yo sé que nunca más podré ver a mi amado, y por eso te ofrezco mi vida si me concedes un deseo.
- ¿ Y...cuál es ? - consultó malévolamente Satanás.
- Deseo que me conviertas en un árbol, el árbol más bello e iluminado de esta región, para que todo aquel que me encuentre y se lamente de no poder compartir con su amado, pueda cumplir su deseo con el solo hecho de mirarme.
El Diablo, un tanto extrañado, hizo lo que la indiecita le pedía y al cabo de un tiempo, en un remoto lugar del bosque araucano creció un árbol, el más bello de toda la región, tan inmenso que parecía llegar al cielo y ante el cual todos los deseos eran cumplidos. Cuentan que desde entonces muchos jóvenes se han aventurado en la frondosa selva en busca de aquel árbol, al que han bautizado como “El árbol del Amor”, pero jamás lo han encontrado. Dicen que algunos se han perdido para siempre en la inmensa soledad del bosque y el Diablo se ha llevado sus almas, tal vez porque no saben lo que es el amor o porque no se han dado cuenta que el verdadero “Arbol del Amor” se encuentra en el corazón de cada uno de nosotros.-